FAMILIAS GANGRENADAS (PARTE II): PLAYER KINGS

Que cuando se hace bien a Shakespeare en un escenario es un regalo y una fiesta bien lo prueba el montaje de las dos partes de Enrique IV, que bajo el título Player Kings, se ha estrenado en el londinense Noël Coward Theatre. Si en ese regalo se incluye la oportunidad de ver a Sir Ian McKellen interpretando a Falstaff, la resaca de la fiesta es de las que se recuerdan durante años.


Las dos partes de Enrique IV constituyen el núcleo central de lo que la crítica literaria ha denominado "tetralogía mayor", que se inicia con Ricardo II y termina con Enrique V. Junto con la "tetralogía menor" (las tres partes de Enrique VI y Ricardo III) forman el ciclo histórico del corpus shakespeareano, "the henriad" como se suele conocer. Son obras difíciles de ver montadas, salvo, quizás, el Ricardo III y, algo menos, Enrique V, a pesar de la poderosísima presencia del personaje de Falstaff en Enrique IV. Su escasa presencia en los escenarios quizás se deba a lo pedregoso que resulta el recorrido histórico que las une, a pesar de tener magníficas escenas y un desarrollo de thriller político con todo un catálogo de ingredientes (asesinatos, conspiraciones, traiciones, ejecuciones en la hoguera, suplantaciones, chantajes,...) que dejan a muchos guiones de ahora a la altura de candorosos cuentos de hadas.


El director, Robert Icke (un nombre a tener en cuenta), ha cogido pues las dos partes de Enrique IV y, como ya hiciera Orson Welles en su día con la genial Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1966), ha puesto en pie un magnífico espectáculo de casi cuatro horas de duración (descanso incluido), eliminando algunas escenas y simplificando otras, pero con un respeto escrupuloso al texto de Shakespeare en su organización y versificación, incluyendo sabiamente un guiño con el que cierra la historia de Falstaff, ese personaje que parece querer salirse del texto de Shakespeare y, como nuestro Sancho Panza, llamar a capítulo al autor para tener su propia historia.


Este Player Kings traslada las dos tramas de las obras, la del atormentado rey Enrique y la del fullero de su hijo en compañía de Falstaff, a un ambiente que nos trae imágenes recientes de la realeza británica (hijos díscolos incluidos) y, por otro. al clima de un ruidoso garito con hooligans con bombers y borrachos vitalicios de lamparones en camisas de una sola puesta. Tras la escena inicial en la que el rey promete ante la corte ir a Tierra Santa a expiar sus pecados (haber organizado la deposición y el asesinato de su predecesor, Ricardo II), la escena revienta con la música de la taberna Boar's Head, y allí, con el príncipe Hal casi en cueros, consumidores de coca y borrachos sentenciados, se moverá el enorme Falstaff desplegando su ingenio, argumentando sus mentiras y justificando su cobardía, copa de jerez en la mano, en un estado de semiborrachera lúcida que hace las delicias de la clientela; las de la taberna y las del patio de butacas.


McKellen brilla con este Falstaff que domina el escenario. Pero no apabulla. La cohesión y la homogeneidad de un elenco de veintidós actores se aprecia desde las primeras escenas y de ello da buena nota la excepcional composición de los personajes aparentemente menos relevantes. En cuanto a la triada protagónica, Toheeb Jimoh presenta un príncipe Hal desvergonzado y gamberro que, sin embargo, deja bien claro cuánto le importa la tropa de descerebrados que le acompaña, recorriendo un complejo arco de personaje con una brillante precisión. Por su parte, Richard Coyle encarna a un Enrique IV debilitado por la culpa, angustiado por la distancia y la falta de comunicación con su hijo, pero muy cercano con él cuando asume que la enfermedad está dictando la norma de entregar la corona. Mención aparte merece el Hotspur de Samuel Edward-Cook: es un personaje que parece a punto de estallar, con una enorme violencia contenida, siempre a punto de partirle el cuello a cualquiera de sus interlocutores (su padre o un embajador del rey) que, sin embargo, es asesinado por la espalda en la famosa escena de la confrontación con el príncipe Hal, anticipando de alguna manera lo que pasará con el repudiado Falstaff. Pero el director sabe que está trabajando con McKellen y deja que su Falstaff nos hable (monólogo isabelino de por medio) de lo absurdo que resulta esgrimir el honor en tiempos de guerra o de las delicias del vino y otros licores. Le permite incluso que, fingiéndose muerto en la batalla de Shrewsbury, detenga la caída del telón del final de la primera parte para explicarnos el porqué de esa última fechoría. Y nos deja con un nudo en la garganta en su último mutis cuando le vemos acudir a su "amigo y casi hijo" Hal (ahora ya coronado Enrique V) y éste le condena al destierro para alejarlo definitivamente: el cansancio vital parece caerle de golpe a un Falstaff que parecía incombustible, y su espalda se encorva y sus pies se arrastran en una salida de escena que es toda una imagen de la amargura y del desamor.


Adaptar a Shakespeare desde el respeto pero sin vergüenza es reencontrarnos con un autor que nos descubre a nosotros mismos. No sólo a través de Falstaff, una de sus grandes creaciones, sino con todo el despliegue de razones y emociones que los personajes de estas obras cruzan y comparten, ofrecen y rechazan, hablan y callan. Adaptar a Shakespeare es también saber que la esencia normalmente se esconde en las esquinas que forman el texto y los silencios de los personajes. Adaptar a Shakespeare es tan sencillo (y tan difícil) como reconocer que sus textos siguen provocando emociones que nos confunden, nos consuelan, nos contradicen, nos enfrentan con un espejo a veces poco amable. Adaptar a Shakespeare es intentar no subirse en sus hombros. Tampoco cargarlo como una saca. Es volver a descubrir lo complicado que sigue siendo ser humano.





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