MANK, de David Fincher
EL MONO DE LOS PLATILLOS
El primer guiño que Fincher nos hace en Mank lo encontramos en la escena en que Herman Mankiewicz visita el plató donde se rueda una película del oestre con Marion Davies. En ese decorado, y mediante un travelling, Mank conversará desde el suelo con William Randolph Hearst subido a su vez en un travelling que vuelve para recuperar su posición para rodar una escena. Estamos viendo un travelling de un travelling. Estamos viendo una película sobre una película (quizás, para muchos, LA película). Más exactamente, estamos viendo un guión que trata de otro guión (quizás, para muchos, EL guión).
David Fincher, que llevaba desaparecido de las salas de cine desde 2014, nos ha regalado una película con una factura exquisita. Con una aguda ironía, los ecos de la crónica de la redacción del guión de Ciudadano Kane retumban en nuestra actualidad, y el director parece reírse por lo bajo en esta, por momentos, carícatura de la Edad Dorada del cine.
Mank, apócope de Mankiewicz, Herman J. Mankiewicz, es el eje que hace girar esta película. Pendenciero, cínico, alcohólico, dramaturgo frustrado y guionista lenguaraz, parece un personaje diseñado para aparecer en una película de Huston o de Hawks; y es que hay mucha deuda en Mank hacia esos guiones salidos de la Warner, o de la Fox, o de la propia RKO: diálogos como munición disparada por una ametralladora, un catálogo de formidables personajes secundarios (atención particular merece el Louis B. Mayer compuesto por un fantástico Arliss Howard), y ácidas referencias al establishment que imperaba en la férrea estructura de los grandes estudios de Hollywood en los años 30 y 40.
Y ahí es donde la película guarda su mayor atractivo porque mucho de lo que vemos y oímos en Mank resuena con incómoda actualidad, como si los fantasmas del pasado siguiesen campando a sus anchas en nuestro confuso presente: desde las presiones que el propio Mank recibe en todo el proceso de escritura de su guión, hasta las connivencias entre el partido republicano y el magnate de la prensa William Randolph Hearst para eliminar al candidato demócrata, el novelista Upton Sinclair, o el comportamiento partenalista y prepotente de un Louis B. Mayer protegido por el lobby judio, o, rizando el rizo de la ironía, el diálogo sobre la forma de financiar las películas, cuestión esta que al propio Fincher le habrá divertido rodar teniendo en cuenta la empresa que financia la suya. Todas estas estructuras de poder se resumen en la metáfora que un taimado Hearst le explica al alcoholizado Mank: el mono vestido con un traje exótico que toca los platillos cree que es él quién hace tocar el violín a su amo.
Es de agradecer que David Fincher se haya tomado su tiempo en sacar adelante este proyecto para filmar un guión escrito por su padre dando lugar a una película cuyo único inconveniente puede radicar en el desconocimiento de lo que culturalmente supone hoy una película como Ciudadano Kane y la época en que fue concebida.
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