MAÑANA, Y MAÑANA, Y MAÑANA...”


    Macbeth es una de las obras cumbres del corpus shakespeariano. Las lecturas que le ha dispensado la crítica especializada son variadas y van desde una minuciosa radiografía de la ambición y sus consecuencias, hasta el análisis de Harold Bloom como tragedia de la imaginación. A diferencia de otras (Hamlet, Rey Lear, Otelo, Antonio y Cleopatra,...) es considerablemente más corta, el elemento sobrenatural que recorre toda la función le otorga una teatralidad sumamente atractiva y la inspiración lírica de sus versos es certera como el disparo de una cerbatana. Todo ello brinda un material fascinante a cualquier compañía que aborda este texto. El Centro Dramático Nacional, en una suerte de homenaje al que iba a ser el director de esta producción, Gerardo Vera, ha puesto en pie la obra de Shakespeare, y ha sido Alfredo Sanzol el que se ha ocupado de sacar a flote la tarea.


    Macbeth es también Escocia. Comienza con una guerra en Escocia. Una guerra en Escocia en plena Edad Media: terrenos escarpados, frío, espadas, violencia... brujas; y Macbeth es un aguerrido soldado del ejército del Rey Duncan que, según nos cuentan, se enfrenta, en compañía de Banquo, a un grupo de sediciosos frente a los que está a punto de perder la vida. Y en el montaje del Centro Dramático Nacional, Macbeth es Carlos Hipólito, que defiende (a veces con excesiva intensidad) las palabras de su personaje. A su lado, Marta Poveda compone una Lady Macbeth ambiciosa y sanguínea. La pasión sexual de la pareja la adivinamos a través de la irregular versión de José Luis Collado porque el director parece haber decidido obviarla en escena.


    Fuera de esto, el montaje va fluyendo como puede, débilmente apoyado por un conjunto de personajes que quedan desdibujados y carentes de personalidad, vestidos como para ir al fútbol, paseantes perennes por el escenario; y por prestar más atención a elementos que aportan poco o nada a la historia: las proyecciones del supuesto hijo de Macbeth y la escena introductoria de su enterramiento no encuentran una línea dramática que las apoye, quizás porque Shakespeare le dio menos importancia en la historia del ambicioso rey escocés que el director del montaje.


    Pero si algo brilla por su ausencia de esta propuesta es el más que manifiesto elemento sobrenatural: las archiconocidas brujas shakesperianas no existen; sólo aparece una. Y en la escena del banquete en el que se presenta el espectro de Banquo se transforma, en esta deslucida producción (de la que sí cabe mencionar la infravalorada escenografía de Alejandro Andújar), en el desvaído desenlace de un comida campestre (vasos de plástico incluidos).


    Al terminar la función (“bravos” y repetición de saludos incluidos) la sensación que uno tiene es la de la nostalgia de antiguas propuestas: la magnífica película de Welles, el montaje de Donnellan que se vio en 2010, o la última propuesta de Rufus Norris para el National Theatre de Londres. Parece ser que los versos de Shakespeare en un escenario de este país siguen condenados por esa especie de epifanía que sale de la boca del propio Macbeth: “Mañana, y mañana, y mañana...”

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