A VUELTAS CON JAMES WHALE

 

               Recalo en una película de 1932 del director británico que no había visto: El caserón de las sombras (The Old Dark House) y la curiosidad va en aumento: Boris Karloff (“Karloff” como consta en créditos de otras películas; como se les decía antes a los grandes actores: “Rodero”, “la Rivelles”; a las mujeres con el artículo por delante) Charles Laughton, Melvyn Douglas y Raymond Massey en el reparto, actores en los inicios de su carrera en Hollywood (exceptuando a Karloff); continúa la curiosidad: basada en una novela de J.B. Priestley, Benighted; una temprana muestra de terror gótico (caserón, familia con secretos, extraños obligados a compartir noche) que se intercala con ciertos toques de humor. Esta reunión de caballeros británicos (Whale, Karloff, Laughton) en una casona de piedra resulta, como poco, extravagante. Y es que el director tenía afinidad por los intérpretes ingleses; él insistió un año antes para que Colin Clive interpretase a Henry Frankenstein en su Frankenstein por haberle dirigido previamente en un montaje que se estrenó en Londres, se trasladó a Broadway y se adaptó a la pantalla en lo que fue su primer trabajo como director de cine.

               Porque si algo rezuma el cine de Whale es lo elaborado de sus puestas en escena. En la mencionada El caserón de las sombras no puede negarse que el director estaba encantado con un decorado contundente por donde se pierden los personajes: Massey y Gloria Stuart subiendo por una empinada escalera de piedra que no puede negar su teatralidad. Lo que sucede es que ahora Whale puede seguir literalmente a sus actores con una cámara. Lo mismo ocurre con la ya emblemática imaginería del laboratorio del doctor Frankenstein, o con la taberna donde por primera vez “no vemos” a El hombre invisible. Permítaseme una digresión: ¿cómo debieron quedarse los espectadores de 1933 cuando Claude Rains (otro británico) comienza a quitarse las vendas de la cara para comprobar que allí debajo no había nada? Los espectadores de 1933 no debieron ganar para sustos entre el señor invisible y King Kong.

               Si bien es cierto que los guionistas de aquel Frankenstein contribuyeron a dar un paso más en el historial de masacre de la novela que acarreaba ya un siglo de adaptaciones, principalmente para la escena, Whale le dio a la criatura de Mary Shelley el halo poético y romántico que tiene en el original, aunque desde otra perspectiva argumental: basta con echar un vistazo a la planificación de la secuencia de la criatura con la niña al borde del lago; o al largo travelling en que el estoico aldeano llega a la festiva villa portando el cadáver de la niña; o la llegada de la turba popular al molino; o el intercambio de planos que criatura y creador tienen a través del rotor de las aspas; o el plano final del edificio ahogado en las vengativas llamas (por cierto que el trabajo de Karloff acorralado por el fuego es estremecedor).

               Whale dirigió también primeras versiones de películas que luego serían revisitadas por otros directores: Waterloo Bridge, de 1931, no se encontró aun con la censura del código Hays y se mantuvo fiel al argumento de la obra de teatro de Robert Sherwood. Journey’s End (1930) tendría poco después su versión alemana. The Man in the Iron Mask, de 1939, vería después una nueva versión para televisión en 1977 y otra para la pantalla grande en 1998. Show Boat: ese musical iniciático que ya había tenido una primera versión cinematográfica en 1929 y que, además de la versión de Whale de 1936 (si tienen hipo, échenle un vistazo al travelling circular con que se inicia el Ol’ man river), luego vería otra en technicolor en 1951 con el inefable Howard Keel y Ava Gardner.

               Ser homosexual en el Hollywood de los treinta no tenía que ser fácil y Whale nunca ocultó su relación con el productor David Lewis. Y, aunque éste no fuese el motivo, el hecho es que el director dejó el cine en la década de los cuarenta. El resto: la pérdida de facultades por la inhalación de humo en un incendio en su mansión, la depresión, su progresivo refugio en la pintura y el suicidio, en 1957, dejando una nota que bien puede reflejar su hastío: El futuro está lleno únicamente de dolor y viejos recuerdos... Necesito estar en paz y este es el único modo de lograrlo. Mi vida ha sido maravillosa.

                Por suerte tenemos a Ian McKellen, que puso su talento (enorme) para que nos pudiéramos imaginar cómo fueron esos últimos momentos de James Whale, en la película Dioses y monstruos (Bill Condon, 1998). Y nos queda su imagen flotando boca abajo en la piscina de una mansión en la que pudo tener lugar un último acercamiento a lo intangible, a la necesidad de ser inmortal aunque sea a través de la piel sudorosa y curtida de un jardinero.

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