FAMILIAS GANGRENADAS (PARTE I): LONG DAY'S JOURNEY INTO NIGHT

Los calificativos que se le aplican a la obra de Eugene O'Neill Largo viaje hacia la noche la han colocado en un lugar preeminente en la historia de la Literatura en general, de la Literatura Dramática en particular, y del Arte Dramático como pieza teatral que es, y que se representa de manera recurrente en, prácticamente, todo el mundo. Es "clave" para entender el desarrollo del Teatro en el siglo XX,  es el "drama familiar" por excelencia, es dolorosamente "autobiográfica", es "difícil" (para el público y para los elencos), es un verdadero "reto" actoral, es "larga", y para muchos es una auténtica "castaña". Todas estas cuestiones reverdecen cuando se anuncia un nuevo estreno de esta pieza, y así ha sido con la recién inaugurada producción que se puede ver en el Wyndham's Theatre de Londres hasta el 8 de junio.


Como suele ocurrir, esta obra es, además, "vehículo" para el lucimiento de grandes estrellas de la interpretación, y esta ocasión no ha sido una excepción: Brian Cox, el patriarca de la serie Succession, interpreta a James Tyrone, y Patricia Clarkson, quizás menos conocida que su partenaire, a Mary Tyrone. Un cartel más que atractivo para la reposición del texto de Eugene O'Neill, que vuelve a poner sobre la mesa lo complejas que pueden ser a veces (la mayoría de las veces) las relaciones familiares.


"Te regalo el texto original de esta obra de antiguo dolor, escrita con lágrimas y sangre". Así comienza la dedicatoria que le hizo O'Neill a su tercera esposa, la actriz Carlotta Monterey. El autor dejó en estas páginas un crudo retrato de su familia: el padre, un actor famoso en su época, apegado a la botella, egoísta; la madre, un ser perdido entre las brumas de su adicción a la morfina; el hermano mayor, actor también, cliente habitual de bares y burdeles; y el propio O'Neill, cuyo retrato en la ficción, Edmund, sufre una tuberculosis como la padecida por el propio autor; que debió implicarse de tal manera en este autoexorcismo de, aproximadamente, cuatro horas de duración en un escenario, que dejó escrito que la obra no se estrenase hasta veinticinco años después de su muerte, cuestión a la que su esposa hizo caso omiso puesto que en febrero de 1956 tuvo lugar su estreno en Estocolmo, tres años después de la muerte del autor.

Y casi setenta años lleva paseándose esta historia de dolor, fracaso y sueños rotos por los escenarios del mundo, definiendo lo que la crítica literaria anglosajona ha etiquetado como el american family drama, cuyas brillantes muestras se encuentran en Arthur Miller (Todos eran mis hijos, Muerte de un viajante), Tennessee Williams (El zoo de cristal, La gata sobre el tejado de zinc caliente), Edward Albee (¿Quién teme a Virginia Woolf?, Un delicado equilibrio), Sam Shepard (Buried Child, El verdadero Oeste) y Tracy Letts (Agosto) que parece cerrar el ciclo con la adicción de otra madre, como la Mary de este Largo viaje.

El viaje que la familia Tyrone emprende desde el desayuno hasta la noche es una travesía cruzada por el dolor, por los fantasmas del pasado, por la agonía de cuatro personajes que se mueven en un mundo de mentiras larvadas por el silencio y las ausencias. Son personajes que han quedado aislados en una casa a modo de búnker, a pesar de sus constantes entradas y salidas, y las referencias a los personajes y lugares del mundo exterior. El espartano espacio escénico de Lizzie Clachan transforma el salón de los Tyrone en un habitáculo sin ventanas, desprovisto de adornos, con los pulidos tablones de madera de las paredes arrasados por un huracán o por algo más poderoso. Ahí, encerrados en un día de verano, la familia Tyrone dejará al descubierto sus miserias, haciendo posible ver el aire envenenado en el que se mueven.


El elenco al completo, bien guiado por la mano de Jeremy Herrin, ha logrado que los cuatro personajes, más las intervenciones de Cathleen, la criada (la alondra irlandesa), un paréntesis de normalidad dentro de ese ambiente corrompido, sean perfectamente (y dolorosamente) reconocibles: hay esquemas familiares que, en su desestructura, van reiterándose a lo largo de los tiempos: la mentira, la desconfianza, el recelo, y la ternura y el amor y el cariño son una mezcla difícil de tragar. Brian Cox ejerce de deslucido paterfamilias y se traslada desde la ira a la compasión como si manejase un resorte, intentando proteger a todos los suyos, pero sobre todo a ella, a su Mary, queriendo apartarla desesperadamente de su adicción sin darse cuenta de que la empuja a un infierno, mientras recrimina a gritos la ingratitud y la deslealtad de sus hijos. Y Patricia Clarkson defiende con contundencia un retrato de Mary Tyrone que no es más que el hundimiento en los infiernos de un alma perdida. Su tramo final en la función es patético y conmovedor a un tiempo: aislada de la presencia de su marido y sus hijos, que intentan desesperadamente devolverla a la realidad (una realidad emponzoñada de la que ha tratado de escapar durante todo ese largo día) se refugia en los recuerdos de sus propios sueños de hacerse monja, se sienta en el borde del escenario (casi como si se estuviese escapando de la propia representación) mira al vacío, nos mira, y pronuncia ese final condenatorio y demoledor: "Todo esto pasó durante el invierno del último año en el colegio. Luego, en primavera, me pasó algo. Ah, sí, ya me acuerdo... Me enamoré de James Tyrone y fui feliz durante algún tiempo...".


El montaje está muy bien dispuesto para el trabajo actoral, y es lo que podemos admirar durante las tres horas y media (descanso incluido) que dura la función. Se trata de un texto exigente para actores y director, que rechaza los enmarañamientos y los adornos, y pide cierto respeto con la "tijera": ya sabemos que, en los tiempos que corren, y adoctrinados como estamos (sobre todo aquí) por los entretenimientos bobos y breves, enfrentarse a un espectáculo que supere las dos horas ya es un reto; pero reducir el texto de Largo viaje hacia la noche es como pedirle al cocinero que rebaje los ingredientes de un plato por miedo a que nos pueda sentar mal. Aunque por estas tierras ya lo hemos hecho.

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