DE VEZ EN CUANDO LA VIDA
César Vallejo en Los heraldos
negros dice: "Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé (...)
Abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte". Estos
versos podrían ser la letra de una de las canciones que los nómadas del siglo
XXI, esos que se han exiliado de la "sociedad", obligatoria o
voluntariamente, cantan ante el fuego o sentados en sillas plegables en la
película de Chloé Zhao.
Nomadland es el retrato de un fracaso, que no de unos
fracasados. Es el fracaso de un sistema económico que, en su agonía, ha comido
en exceso y vomita aquello que no le sirve. Esos restos, como ya nos mostró John
Ford -vía Steinbeck- en Las uvas de la ira (1940), son los hombres y
mujeres que se reencuentran con la Naturaleza y, en un pacto atávico,
primitivo, cuidan de ella (que es tanto como decir de sí mismos) dentro de sus
limitadas, pero infatigables posibilidades.
Chloé Zhao ha rodado este
retrato de pura vida en un juego de contrastes que impulsa la fuerza del relato
y abre el caleidoscopio de sus lecturas en un conjunto de imágenes sencillas,
sin alardes, y apoyadas por la fotografía de Joshua James Richards que camina
pareja a la dirección de la película sin hacer fuegos artificiales, evitando lo
que podría haber sido una película de paisajes. Y la semántica de estos
contrastes no sólo reside en lo puramente visual, pasando de los sucios lavabos
de un centro comercial a la grandiosidad de las montañas del norte de Estados
Unidos, sino también en la compleja personalidad de su protagonista que
constantemente vira al aislamiento, cuando no directamente a la misantropía,
confrontada al grupo humano, ya sean los nómadas, la familia o los compañeros
de sus esporádicos empleos. Y esta partida, que se juega en distintos niveles
(visuales, narrativos, emocionales), conforma el entretejido de un lienzo
pintado sin sentimentalismos y crudo como una noche de invierno soportada en el
interior de una furgoneta.
La
cinta se mueve en ese territorio llamado “cine de autor” permitiendo que seamos
nosotros los que tomemos conciencia de lo que la cámara recoge: sin colocarse
en medio de las conversaciones, sin grandes alardes de dirección, aunque ya de
por sí la sencillez de su planteamiento es un virtuosismo. Los planteamientos,
las lecturas, las moralejas… eso queda para después, cuando la potencia de sus
imágenes se apague y podamos empezar a digerir lo que Zhao nos ha puesto en la
mesa. Si ya en su anterior película, The rider (2018), demostró la
capacidad de una narrativa lírica, en esta Nomadland añade a lo anterior
un ingrediente social que, a priori, podría parecer difícil de combinar, pero
que pone en evidencia la precisión del manejo de los materiales fílmicos de su
directora.
Y,
además, está Frances McDormand. Esta actriz sobrenatural le da una vuelta de
tuerca a la técnica interpretativa para aportar, a través de su personaje, veracidad
y coherencia al relato: con su trabajo consigue que todos los actores no
profesionales (la mayoría del reparto) tengan unos registros actorales tan
acertados que en ningún momento surge la duda sobre la calidad de sus
interpretaciones. McDormand da verdad, no sólo a su papel, sino al de todos sus
compañeros. Y pudiendo haberse entregado con plenos poderes al típico
“recital”, nos ofrece, dentro de unos parámetros de gran contención, un
personaje curtido y recio como una vara de avellano.
Nomadland
entra, por propio derecho, en la categoría de películas necesarias para
entender lo que somos dentro de una sociedad que ha convertido las apariencias
en norma y ha dejado de mirar la fuerza del mar en los acantilados.
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