CUANDO EL TEATRO ES UNA FIESTA

    Permítaseme una breve introducción histórica: cuando la iglesia, en aquellos lejanos vientos medievales, utilizó las formas performativas para inculcar al pueblo un dogma de fe, paralelamente fue surgiendo una forma de entretenimiento popular, que también utilizaba las artes de la representación, para divertirlo. Es el Misteri d'Elx frente a los juglares; uno utilizaba la arquitectura del templo para lanzar su mensaje, el otro plantaba sus trastos en medio de la plaza pública para contar y cantar sus historias; y en algunos casos, y si disponía de ello, utilizaba un cajón para que se le pudiese ver y oír (y también para cobrar) mejor. El teatro popular fue ganando autoridad, y lo que comenzó siendo un cajón se transformó en grandes espacios preparados para la representación en una de las épocas más espléndidas y generosas que se hayan conocido en la historia del arte escénico, y que abarca la segunda mitad del siglo XVI y, prácticamente, todo el siglo XVII, con España e Inglaterra en la proa de un género que entretejió con hilos de oro la literatura dramática, la puesta en escena y el entretenimiento popular para alcanzar cotas geniales.

    El teatro anglosajón, que tan bien ha cuidado de su legado cultural, conserva a día de hoy esta forma de representar a los clásicos. Compañías como Cheek by Jowl, con el sabio Declan Donnellan a la cabeza, o Propeller, o directores como Nicholas Hytner en Londres (cuyos Julio César y Sueño de una noche de verano, se han visto en el joven Bridge Theatre, con sus puestas en escena inmersivas), o "empresas de paredes" como el Shakespeare's Globe, han renovado esta manera de representar a los clásicos, mayormente a Shakespeare.

    El montaje de Castelvines y Monteses, de Lope de Vega, que Sergio Peris-Mencheta acaba de dejar en la Comedia bebe, en buena medida, de esas fuentes anglosajonas, algo que ya apuntaba en su esplendoroso Lehman Trilogy, de Stefano Massini. Pero si en el caso de la historia de los banqueros judios contaba con un texto brillante y maleable, aquí se enfrenta a lo que suele llamarse "un Lope menor" que de alguna manera lastra la brillantez de la puesta en escena. A nadie se le escapa que la historia de Castelvines y Monteses no deja de ser un remedo del Romeo y Julieta shakespereano, que bebe a su vez, y como tantas veces hizo el bardo, de una serie de romances medievales que narraban el trágico encuentro de los amantes.

    Peris-Mencheta, respetando la localización de la acción, presenta un conjunto de personajes que chapurrean italiano, y adereza la puesta en escena con canciones en su lengua vernácula que refuerzan el poco original texto de Lope. Pero llenan el espectáculo con un material que, en momentos puntuales, va en detrimento de la claridad que está pidiendo la obra. No obstante, su dimensión espectacular roba la atención del espectador que, unas veces más, otras menos, se deja llevar por el aire festivo con el que la pieza está aderezada. Todo ello servido por un elenco que canta, baila, toca instrumentos y recita e interpreta, con desigual fortuna, el verso. Y puede que este sea el punto donde la puesta en escena está pidiendo un poco más de afinamiento para poder disfrutar de la historia del enfrentamiento de las dos familias veronesas, además de servirse de todo el brillante envoltorio del que se vale el director para agasajarnos en esta fiesta.

    Y es muy de agradecer que, en en el lánguido panorama teatral en el que nos movemos, podamos ver, además de esos montajes que los muy aficionados (y los otros que se dejan llevar) califican con el expeditivo "tienes que verlo" (el "must see" británico) y que normalmente son copias de espectáculos que ya se vieron en la década de los noventa, se pueda disfrutar esta historia que Peris-Mencheta ha servido con su habitual generosidad escénica.



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