EN LONDRES (I): CABARET - PLAYHOUSE THEATRE

UNA SERIA ADVERTENCIA

Me gusta ir al teatro a que me vapuleen. No concibo salir de un espectáculo en vivo de la misma manera que entré. Esta es una de las razones por las que he dejado de ser un espectador habitual en las salas de teatro madrileñas. Y si salgo de una función pensando en la lista de la compra, malo. Por eso voy más al teatro en Londres, porque las posibilidades de que esto ocurra (salir del espectáculo pensando en las musarañas) son escasas. Por lo menos en lo que a mi experiencia y mis gustos se refieren.



Y de Londres he vuelto con un bofetón bien dado y mejor recibido. Cabaret, la reciente producción que se puede ver en el Playhouse Theatre, ha cumplido las expectativas. Y las expectativas no eran más que la obra en sí y, también, la presencia de Eddie Redmayne haciendo el Emcee. Cabaret es el musical de los nazis. Aparte de la película, esta es la tercera producción que veo. Y en ésta, los símbolos nazis se reducen al brazalete que descubre la filiación de Ernst Ludwig y a la presencia de un ejemplar del Mein Kampf con cuya lectura se masturba una de las chicas del cabaret en la orgiástica Two Ladies. A diferencia del montaje de Jérôme Savary de 1993, con esa ostentación de bandera con la esvástica cubriendo toda la boca del escenario, o del de Sam Mendes de 2003 vistiendo a todo el reparto de prisioneros de campo de concentración, en este no hay enseñas. Y no por eso dejamos de saber en qué época estamos ni de quién nos están hablando cuando una piedra rompe el escaparate de la frutería de Herr Schultz. En esta producción hay algo más.

Es muy evidente la intención de la directora (¡más directoras así en el West End!; Marianne Elliot ya no es una excepción) Rebecca Frecknall (que dio la campanada hace dos temporadas con un montaje de Summer And Smoke, de Tennessee Williams, en el Almeida) y todo el equipo artístico, de que el público se integre en el espectáculo ya desde su misma llegada al teatro: una ficha para tu consumición, baile y música en el foyer, encajes, rimmel y pestaña antes de entrar en el patio de butacas. Lógicamente, el teatro se ha convertido en el auténtico Kit Kat Club, y así se publicita a la hora de comprar las entradas. Delante de la butaca (el precio por estar en mesa es prohibitivo) hay una pequeña repisa para que puedas dejar la copa. El escenario del cabaret en el centro. Cuando suena el famoso redoble con el que se inicia la partitura ya no hay escapatoria porque, aunque todavía no lo sepas, formas parte de esa historia, vas a participar en ese espectáculo de casi tres horas que acabará dándote la bofetada.

A este Cabaret, además de la simbología nazi, se le ha despojado del color, de la lentejuela, de la diversión un tanto infantil (sí, a estas alturas, infantil) de los números más conocidos de la partitura. En su lugar hay un juego de luces monocromático, una paleta de colores en el vestuario muy en consonancia con la iluminación; no se puede decir que haya una escenografía como tal porque todo el edificio del teatro se ha transformado en el Kit Kat Club, y no hay complacencia con los personajes. Se puede decir que es la versión en crudo del musical. El maestro de ceremonias es ahora un muñeco a punto de romperse dentro de un teatro de marionetas mecánicas que evolucionan en un entorno de lascivia que roza lo grotesco. Sally Bowles derrocha erotismo en su encuentro con Clifford Bradshaw pero el cabaret es lujuria desatada comandada por un Emcee hierático y manipulador que organiza a los performers y dirige la orquesta. Cuando llegamos al Two Ladies ya sabemos que aquello se ha desatado: del suelo del escenario giratorio salen chicos y chicas para entregarse al placer, solos o en compañía, de otro o de otros. El trío que se montaban en montajes anteriores o el de la película de Fosse ha sido superado. Asistimos a una fiesta extravagante que destila amargura y desilusión.


Según avanza la historia la risa se congela en un mueca absurda: el exoesqueleto de piezas doradas con el que el Emcee canta Money es una epifanía de lo que sucederá al final de la función. Pero eso de momento no importa porque todo el conjunto se rinde a lo material: el dinero, el sexo, los intereses particulares por encima de los sentimientos. Y así, las escenas de rupturas entre Fraulein Schneider y Herr Schultz, y entre Sally y Clifford se tornarán especialmente dolorosas. Y también, poco a poco, la obra va abandonando el terreno histórico y se va colocando en uno mucho más cercano, más reconocible y, por tanto, más áspero, más amargo. Tomorrow Belongs To Me confirmará la sospecha que circula por todas las cabezas de los que estamos en el cabaret: que esto ya no va de nazis y judíos. Va de nosotros.

En este Cabaret no existe el refugio de la ficción que tenían otros montajes. Se le ha arrancado de cuajo el pensamiento seguro de que se trata de un argumento que sucedió hace casi cien años y, por tanto, anclado en la historia, nos reconforta pensar que ya no nos afecta. Y ahí nos equivocamos, porque uno se da cuenta en el entreacto de que la propuesta le resulta incómoda, amarga y áspera como papel de lija. Al llegar a La Canción de la obra, Cabaret, la sospecha se confirma con contundencia: Sally Bowles, vapuleada física y moralmente, es una muñeca rota y su impetuosa canción ("come taste the wine / come hear the band / come blow your horn / start celebrating / right this way / your table's waiting"), que ella canta despojada completamente de glamour, se transforma casi en un alarido desesperado que nos está obligando a reaccionar antes de que sea demasiado tarde y alguien comience a dirigir nuestra vida ("start by admitting / from cradle to tomb / isn't that long a stay"), tal y como ella sabe que Emcee está haciendo con la suya. Cabaret ha dejado de ser la canción de una Sally Bowles que brinda por la vida a pesar de todas las desdichas, tal y como le sucedió a su amiga Elsie. En este montaje se ha convertido en una llamada a la acción. En una advertencia muy seria. Lo veremos en el final, tan real como sobrecogedor. Un final en el que, irónicamente, nosotros, los presentes esa noche en el cabaret, aplaudimos hasta dejarnos las manos.

Cabaret deja esa sensación ambivalente de grandísimo espectáculo y de certero puñetazo, que sólo pasa de vez en cuando. Esos grandes momentos del Teatro que son reveladores de lo que realmente es: un foro para presenciar nuestras miserias, para conversar con nuestros errores y para sorprendernos con nuestras grandezas. Es decir, para lo que los griegos lo inventaron.

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