EN LONDRES (y V): THE MOUSETRAP - ST. MARTIN'S THEATRE

 ESTO NO ES (NO PUEDE SER) UNA CRÍTICA

No lo es ni podría serlo; porque no sé si a estas alturas se puede (o se debe) aportar un análisis crítico de algo que supera ya el calificativo de "acontecimiento". The Mousetrap cumplirá el próximo 25 de noviembre de 2022... setenta años en cartel. Setenta. Y esta es sólo la primera de las cifras que parecen avalar una producción que enciende el neón de su fachada, noche tras noche, en lo que parece ser un símbolo de la cultura teatral británica. Y poco tiene que ver el whodunit por excelencia que es esta función con el teatro que albergan espacios como el Almeida, el Donmar, el Royal Court o, incluso, los diferentes escenarios del National Theatre, abiertos a menudo a otros lenguajes escénicos y a servir de altavoz a nuevos autores. Poco tiene que ver en ese aspecto, porque en el otro, en el del esmero y detalle con el que se levantan las producciones, en la eficacia y dinamismo de su industria, y en el de la liturgia, en ese amor que los británicos derrochan por su teatro, sin duda The Mousetrap es enseña de lo que culturalmente aporta la escena al tejido social.


Sorprende que, noche tras noche, durante las ocho funciones semanales que se van numerando en el singular contador de madera del vestíbulo, desde hace casi setenta años, el publico acuda a ver esta pieza de museo que parece revalorizarse con el tiempo. La noche que acudí a la representación tenía, en la fila de delante, una cuadrilla de chavales de no más de diez o doce años, acompañados por sus madres. Al llegar al descanso, no pararon de elucubrar sobre quién pudiera ser el asesino, aportando cada uno sus teorías, dando así sentido a ese término, whodunit (¿quién ha sido?) que es de por sí la denominación de un género propio del teatro inglés. Quizás con ese ejemplo se comprende el porqué del -no ya éxito, sino permanencia- de este espectáculo en la cartelera londinense: probablemente esos chavales volverán a ver The Mousetrap dentro de unos años para reverdecer sensaciones, o en un ataque de nostalgia, o como repetición de un canon familiar: el mismo que en su día les condujo hasta una de las primeras filas del patio de butacas del St. Martin's.

Las cifras sorprenden: aunque fue Nottingham quien vio el estreno de la obra, en Octubre de 1952, pasando después por Oxford, Manchester, Liverpool, Newcastle, Leeds y Birmingham, el primer escenario en Londres de este espectáculo fue el del Ambassadors Theatre, que albergó la producción desde su estreno en la capital, el 25 de noviembre de 1952, hasta el sábado 23 de marzo de 1974, pasando al casi colindante St. Martin's, donde reside actualmente, el lunes 25 de marzo de 1974, sin interrumpir funciones. Más de 400 actores han conformado los diferentes repartos. Curiosidades: algunos han vuelto, pasados los años, para interpretar otro personaje. La actriz Janet Hargreaves ostenta la marca de haber interpretado, en distintas temporadas, los tres personajes femeninos de la obra. El actor David Raven figura en el libro Guinness de los Records por haber interpretado al Major Metcalf de forma continuada durante once años, desde 1957 a 1968, haciendo 4575 representaciones. La actriz Nancy Seabrooke fue la sustituta del personaje de Mrs. Boyle durante 6240 representaciones, y representó al personaje en 72 ocasiones, alcanzando la media de 5 representaciones al año durante los 15 años que estuvo como understudy. El equipo técnico también parece demostrar una buena predisposición a trabajar en esta producción: el regidor permaneció entre cajas durante 36 años; el técnico de iluminación, 40; y el agente de prensa, 29. Incluso la utilería parece dar buena cuenta de su resistencia al uso diario por parte de los actores: el sillón de cuero estuvo en escena desde el día del estreno hasta 2004. Y el pequeño reloj de la repisa de la chimenea no ha abandonado su puesto todavía.


Curiosidades, al fin y al cabo, que se van sedimentando en el anecdotario de un montaje que se vende principalmente como atracción para el turismo (¿habrá algún londinense, algún británico, que no la haya visto? Pues parece ser que sí, que los hay, y la disfrutan). Tunel del tiempo que ofrece una imagen real de una forma de teatro pretérita que, sin embargo, invita a una cadena de reflexiones: ¿sería posible la existencia de este montaje si no fuese por la constante, exquisita y dinámica atención que la producción le dedica? ¿habría sido posible esta dilatada y excepcional continuidad sin la cobertura que la propia comunidad teatral del West End (férrea en otros aspectos) le dispensa? ¿habría alcanzado este estatus de marca, una especie de denominación de origen para los británicos, si no hubiese sido por la propia fidelización del público? 

Más allá del fenómeno, de la visible intangibilidad de su existencia en el tiempo, de sus estrategias publicitarias como cebo para el rancio turismo de salidas en grupo, de su resistente pero acartonada carpintería, o del empeño de nostálgicos mecenas por mantener vivo el producto, The Mousetrap sigue iluminando cada noche la West Street como una más que evidente señal de lo que puede ser el amor por el Teatro.

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