EL LEAR DE BRANAGH

Pocos días le quedan en el West End (antes de presentarse en New York, en otoño de 2024) a la producción de King Lear, de Shakespeare, que Kenneth Branagh ha dirigido y protagoniza. Y no sé si el propio Branagh sentirá cierto alivio al llegar al final de las representaciones de este magnífico montaje por el vapuleo sufrido por buena parte de la crítica londinense. No lo creo. Antes que ésta, el de Belfast había protagonizado en 2016 el drama de John Osborne The Entertainer y su carrera en los escenarios se remonta a los años 80 cuando se curtió como actor de los textos shakespeareanos. Desde 1984, cuando se abrió paso en el teatro de Londres con el montaje de Henry V, su relación con la crítica habrá tenido sus altibajos, y ahora no le pillará de sorpresa que le hayan dado un meneo con este arriesgado montaje del rey de la bretaña anterior a los romanos.

Porque ese es uno de los grandes aciertos de este montaje: situar esta historia de emociones crudas y amor desbordado en un ambiente casi prehistórico. En un escenario en el que un enorme ojo da la bienvenida al público, como un ojo del destino, o un ojo que todo lo ve, un arcano que va a gobernar desde el cielo todas las acciones de la tragedia de Lear. Branagh, que a primera vista parece no estar en la edad de lo que se podría considerar un "Lear canónico", se ha sabido rodear de un elenco muy joven (para algunos de ellos este es su debú en un escenario del West End) y ha optado por este espacio casi prehistórico, que recuerda el paisaje de Stonehenge, para dejar que su Lear (avejentado pero no anciano) se deshaga en pedazos por su amor a su hija Cordelia: la aparición del rey con su cadáver en brazos es una de las imágenes que Shakespeare dejó como símbolo de la más terrible de las angustias, y sigue conmocionando, y en este montaje se reafirma como uno de los desenlaces a los que uno no quiere asistir, ni como espectador ni como lector.




La relación de Lear con su hija Cordelia está marcada por ese fatídico "nothing will come of nothing". Ese desafío pondrá al rey de Bretaña ante el espejo de la verdad, y así, el gesto de un padre benévolo e ingenuo que quiere despedirse de su trono repartiendo su reino entre su descendencia, se transformará en un esputo de odio por parte de sus otras hijas, y pondrá al monarca ante la verdad del amor de Cordelia. Un amor que no podrá gestionar, a pesar de los envites de un bufón al que no entiende y del rechazo de unas hijas a las que no conoce. Y en la propuesta de Branagh funciona formidablemente que Cordelia y el Bufón estén interpretados por la misma actriz, Jessica Revell, recién egresada de la RADA. Son las dos caras del amor que atraviesa esta tragedia de principio a fin: el amor paterno filial y el amor de la amistad. Amor que Lear no asume, no comprende, no acepta porque su condición de rey, de caudillo supremo de una tribu que aún se viste con pieles y no conoce el hierro, le impide afrontar sentimientos tan elementales pero tan puros al mismo tiempo.

Y en el escenario del Wyndham's Theatre vemos este reino casi prehistórico dividirse y entrar en guerra civil por razones más emocionales que políticas, casi como animales, aspecto que se entrelaza con facilidad con los versos de Shakespeare, difíciles de sostener por un elenco si no es desde la visceralidad de la letra. Y es un gusto escuchar a este grupo de actores y actrices, y por supuesto al propio Kenneth Branagh, recorrer con tanta pulcritud, y con una enorme energía al mismo tiempo, las palabras de esta enorme tragedia. Sólo un entrenamiento actoral exhaustivo puede ofrecer como resultado esa exquisita calidad en el trabajo: el reto de subirse a un escenario, cualquiera que sea, no pide menos de eso.



Derek Jacobi, otro actor curtido en el pentámetro yámbico de Shakespeare, dice que si un actor joven asume el reto de hacer Hamlet y sale más o menos bien parado, entra en el club de los clásicos. Entonces, hacia el final de su carrera, tiene que asumir el reto de hacer Lear para confirmar que se tenía derecho para entrar en ese club. A Branagh todavía le queda mucha carrera como actor y como director. Y cuando se aleja de las regalías comerciales que le brinda su estatus, encontramos a un director que sigue apostando por sus temas personales: ahí tenemos esa maravilla que es Belfast, y este riesgo asumido de poner en pie este King Lear, rodeado de un admirable y jovencísimo reparto del que ha tenido la buena idea de acompañarse como si él mismo fuese un recién llegado. Sir Kenneth Branagh, no tarde usted mucho en pasearse otra vez por el West End.


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